martes, 25 de marzo de 2014

SABINE KUEGLER UNA HISTORIA ESPECTACULAR Y FASCINANTE,UNA VIDA REAL LLEVADA EN UNA SELVA PERDIDA CON UNA TRIBU LLAMADA FAYUS, QUIENES ANTES ERAN CANÍBALES

Sabine Kuegler tiene el alma partida en dos según cuanta ella misma.Un mal que empezó a sufrir el día en que decidió regresar a la civilización. Cuando esta mujer de 32 años puso por vez primera los pies en la jungla era una pequeña y rubia niña blanca europea de cinco. 

Hija de lingüistas y misioneros protestantes alemanes, Sabine creció en el Valle Perdido, un altiplano aislado en la selva de Papúa occidental. A los 17 años regresó a Europa, y  ha escrito un libro en el que cuenta lo que un día fue su infancia junto a los fayus, una tribu de guerreros que antaño eran caníbales y que se ha llevado también a la gran pantalla, en una preciosa y bonita película, contando esta fascinante vida de ella misma y su familia en esta convivencia junto a esta tribu que acabaron aceptándoles y respentádoles de verdad


Ese paraíso que ahora desvela en un libro autobiográfico –Das Dschungelkind (La niña de la jungla), editorial Droemer Knaur– forma parte de Papúa y Nueva Guinea, en el este de Indonesia. La casa de la familia Kuegler se encontraba en un claro al borde del río Klihi. Sus vecinos eran los fayus, una tribu de guerreros, antaño caníbales, que conviven con los cadáveres de sus parientes hasta que sus cuerpos se deterioran y sus huesos se convierten en adornos de sus cabañas. Huesos de avestruz atraviesan sus narices, y desconocen el uso del metal. 
Sabine tiene una deuda con aquel mundo bañado en colores y olores intensos, con aquella región tan atractiva para antropólogos y etnólogos. Sus 400.000 kilómetros cuadrados representan uno de los espacios más ricos del mundo en variedades de flora y fauna. Desde su retorno a la civilización en 1989, a la edad de 17 años, la chica de la jungla, por diversos motivos, nunca ha vuelto a Papúa, a pesar de que sus padres, Klaus y Doris, permanecen en aquel lugar. Ambos visitan una vez al año a su hija en Europa, y cuando se desplazan a comprar comida hasta Jayapura, capital de Papúa occidental, hablan por teléfono. 
Hoy, Sabine vive en un piso en Buxtehude, una aldea al norte de Alemania, cerca de Hamburgo. Y echa de menos la naturaleza perdida. Se lamenta: ahora, para ver a algunos de esos animales que fueron sus compañeros en la selva y por los que sintió tanta fascinación, su única posibilidad es visitar un zoológico. 
Tres días de viaje en avión, avioneta, canoa y una caminata, y años de añoranza y sufrimiento, separan a esta mujer de su infancia. Abandonó aquel entorno con la idea de regresar. Al no despedirse definitivamente y jamás acostumbrarse del todo a la vida civilizada, quedó como suspendida en el aire, instalada en un frágil lugar de nadie. 
Sabine jugaba de niña con arañas y papagayos, comía carne de cocodrilo y gusanos, y usaba arco y flecha. Hasta que un día se sintió atraída por “el otro lado”. Su único contacto con el mundo moderno durante aquel tiempo fueron las clases del colegio a distancia, los libros que leía y que caían del cielo cada tantos meses, cuando una avioneta arrojaba el correo. 

La civilización soñada se encontraba a miles de kilómetros de distancia, pero ella sentía que la esperaba para descubrirla. Sin embargo, su expedición hacia nuestra jungla de edificaciones y normas resultó un callejón sin salida. Sabine tuvo cuatro hijos de dos padres; los de 13 y 11 años de edad viven con su progenitor en Suiza; los otros dos, de tres y cuatro, con ella. 

Descubrió al otro sexo al llegar a Europa, al ingresar en un internado de Montreux (Suiza). Una compañera se encargó de introducirla en el ambiente de los adolescentes europeos y le explicó el “sexo seguro” con un plátano y un condón en la mano. Sabine dejó de ser ingenua en cuestiones prácticas, pero quizá no lo suficiente. El primer hombre que conoció fue un modelo francés, “el hombre más atractivo” que había visto nunca. Estaba casado. 

Del segundo quedó embarazada y hubo boda. Sobre su actual matrimonio no dice más que “él vive en Japón”. Le cuesta admitir que su ex marido es uno de los motivos, además del dinero, que le impiden el regreso a Papúa. 
Él no permite a sus hijos el viaje a Indonesia. Así que, en su vida moderna, Sabine se conforma con recordar, al menos hasta este verano. Por primera vez, tras 15 años de ausencia, volverá sola por un mes al lugar donde se crió. 

Siempre se interesó Sabine por la aventura. De chica, cuando hacía los deberes en la cabaña de madera situada al borde del Klihi, pensaba en todas las tentaciones que le esperaban fuera. Ningún texto, excepto El libro de la selva, podía competir con aquella vida excitante cuyos elementos hostiles eran los jabalíes, las infecciones, la malaria… En aquella vida, los juguetes y compañeros tenían patas, pelo, nombres: el ratón George, el papagayo Bobby, la araña Daddy Long Legs, los avestruces Hanni y Nanni, el canguro Jumper, el cuscus (parecido al perro) Wooly… En esta colección animal sólo faltaba un cocodrilo. 

Un día, Sabine amontonó las ollas, trapos, botellas de aceite y cuchillos de la familia en la mesa de la cocina. Su madre preguntó qué hacía. “Necesito tus cosas”, respondió ella. “Allí fuera me está esperando un fayu que me dará un bebé de cocodrilo a cambio”. Se interesaba la madre: “¿Y dónde vivirá?”. El hogar del nuevo amigo iba a ser un cubo que servía para recoger agua del río, lavarse y cocinar; uno de los utensilios de supervivencia más importantes de los Kuegler en el Valle Perdido. El bebé cocodrilo que, según Sabine y el fayu, valía lo que todos los objetos, jamás entró en la casa. Siguió su camino por donde debía, por el agua. Su especie tenía la carne más rica y sabrosa de la selva de Papúa, aparte de la de víbora. Sabía a cerdo. 
Sabine Kuegler nació en Patan (Nepal), pero cuando tenía cinco años, sus padres y sus dos hermanos (Judith, de siete, y Christian, de tres) se trasladaron a Papúa. Allí, el matrimonio Kuegler quería investigar la lengua de los fayus contando con el apoyo de una sociedad cristiana estadounidense, la Wycliffe, y del Summer Institute of Linguistics de Tejas. En Papúa occidental vivían 250 pueblos indígenas, y muchos sufrían ataques guerrilleros. 
Se instalaron en principio en Danau Bira, una base selvática levantada por antropólogos, pilotos y misioneros para ahorrarse, entre una y otra expedición a la jungla, los 500 kilómetros hasta Jayapura. Dos años más tarde, los Kuegler se mudaron a un lugar aislado del mundo que papá Kuegler había descubierto un día. Él aspiraba a aprender el idioma fayu y a intentar salvar su cultura autóctona, a punto de desaparecer. 
Los fayus desconocían entonces hasta su propia historia a causa de la guerra continua que les obligaba a concentrarse en su supervivencia. El padre de Sabine estaba seguro de que el sistema de venganzas desembocaría en la extinción de los aborígenes de la región. Cuando los Kuegler entraron en su mundo quedaban unos 400, de los varios miles que un día habían sido. Se sabe que algunos grupos no se limitaban a matar al enemigo; también lo devoraban. Sabine nunca vio que un ser humano se comiera a otro, pero asegura que sí, que allí, “río arriba”, existía el canibalismo. La familia no corría peligro. No se encontraba en guerra con nadie. Simplemente vivía allí y representaba otro modelo de convivencia. 
Aclara esta mujer que muchos aún creen que los misioneros llegan a cualquier sitio, agitan la Biblia y gritan: “Sois todos pecadores y os vais al infierno. Tenéis que hacer lo que os predico”, pero que eso no es así. “Mi padre siempre nos decía que no se puede obligar a la gente a nada, que debíamos servirles de ejemplo: ‘Lo hacemos si vivimos lo que creemos, y así ellos verán si quieren aprender, por ejemplo, a perdonar, en vez de matarse por venganza”. 
Al principio, a Sabine le costaba trabar amistades, a pesar de ser una niña despierta y rebelde. Cuenta que ella y sus hermanos jugaban mucho al borde del río y que “los niños fayus permanecían sentados contra un árbol o se agarraban de sus padres, y no se reían jamás”. 

Luego entendería la razón. Vivían aterrorizados, pues en cualquier momento podían ser atacados por el enemigo. Delante de la casa de los Kuegler, los cuatro grupos de la tribu fayu se enfrentaban en sangrientas peleas cuyo motivo nadie recordaba. El lema era “ojo por ojo”. Pero el lugar se convertiría luego, sostiene Sabine, “en una plataforma para reunirse y hablar”. El proceso de paz se inició cuando los Kuegler no soportaron más esa crueldad; el día en que Judith cayó en estado de pánico al escuchar el inicio del baile de guerra. El padre salió corriendo de la casa. 
Por primera vez, el hombre blanco se enfurecía. Los fayus se detuvieron al ver que Klaus, en vez de atacar, los abrazaba. Les mostró que existía el perdón. Quizá ayudó que la familia misionera vivía en una especie de zona neutral. Recuerda Sabine que “de repente tenían un motivo para encontrarse sin matarse: todos querían ver al hombre blanco”. 
Uno de los mejores amigos de la selva de Sabine fue Tuare. Todo comenzó cuando éste le regaló un arco con flechas. Surgieron luego otros, gracias a la lluvia. Ésta transformó una colina al borde del río en un tobogán de lodo. Cuando los hermanos Kuegler se tiraban por él al agua, se aproximaban todos los niños de la vecindad. El río era el centro de la vida social del Valle Perdido. Servía para desplazarse, para pescar, para bañarse y para entretenerse. Incluso para salvar la vida, cosa que ocurrió cuando una manada de jabalíes atacó a Judith. Ella saltó al agua mientras los demás treparon a tiempo a los árboles para escapar de la mayor amenaza de muerte de aquella selva. 

Aparte de los jabalíes, Sabine no recuerda que los animales fueran algo peligroso. Al contrario, muchos orientan, cual relojes, a esos hombres que viven aún en la edad de piedra. Cada hora del día se identifica por algún animal. El canto de los pájaros llenaba a Sabine de alegría. Por la mañana, uno; por la tarde, otro. “Se producían cambios de sonidos y siempre sabías qué era lo que venía; una variación anunciaba una gran tormenta o que iba a temblar la tierra”. Los animales, con su “instinto fenomenal”, les advertían del futuro. “El cielo estaba azul, pero si un tipo de rana aparecía, sabíamos que la lluvia estaba cerca”. Existen unas 700 variedades de pájaros en Papúa occidental; muchas de las 200 variedades de serpientes son venenosas, pero Sabine vio una sola vez que una mordiera a alguna persona. 
“Mucha gente me critica porque describo el lugar de mi infancia como un verdadero paraíso. La vida no lo era, desde luego, pero sí la naturaleza”, se defiende esta mujer, exótica a su manera, a la que es fácil imaginar narrando anécdotas a sus cuatro hijos, disfrutando al recuperar esas imágenes del pasado, un placer del que parecen gozar su cuerpo, sus gestos, su voz. “Ya de niña me sentía muy unida a aquella naturaleza. Amaba los atardeceres. No puedes imaginar la felicidad que se siente al ver el cielo teñido de rojo, ¡o las estrellas! Se veían tan cerca que creías tocarlas”, explica con convicción. 
La chica deportiva, alta y delgada, de pelo corto marrón y ojos de un verde tropical, añora andar descalza y sentir el calor extremo, estar con personas “que te saludan con cara radiante”. Aunque, al principio, cuando llegó a Papúa occidental no fuera así. Se asustó al ver las expresiones serias, las miradas oscuras de los indígenas. Chilló, y su padre la arrastró hacia el jefe de la tribu, que la saludó con un restregón de frentes que la dejó marcada con el sudor ennegrecido de polvo ajeno. Pero aquél fue un temor en nada comparable al terror que sentiría Sabine a los 17 años, cuando aterrizó en Hamburgo y tomó el tren (el primero de su vida) rumbo hacia su nueva existencia en el internado suizo. 

En aquel terrible momento, una conocida de sus padres la dejó sola en la estación central. Le entregó su billete y le dijo que fuera al andén 14. Ella no entendía, y preguntó a un policía qué significaba andén. Éste la miró con tanta extrañeza que ella corrigió inmediatamente su pregunta: “¿Dónde queda el andén 14?”. “¡Me entró pánico! ¡Estaba segura de que moriría allí mismo!”, exclama. Tan concentraba estaba en detectar los peligros de la civilización que no recuerda nada más de aquel primer instante. Fue un choque cultural. 
El año pasado, Sabine escribió su autobiografía. Das Dschungelkind nació de la esperanza de liberarse de traumas y miedos, de encontrarse a sí misma, aceptarse, asumir que es distinta y siempre lo será. Lo hizo, dice, para descubrir a qué lugar pertenece. Y lo consiguió en parte. “Al finalizar el libro sentí que aún me queda por cerrar un capítulo de mi historia. De joven me dije: voy, estudio y regreso. Pero no lo hice”. Y tras un largo suspiro añade que su vida ha sido como una travesía “a ninguna parte”, como cuando viajas de continuo y siempre tienes “la maleta hecha”. 
Sabine kuegler en  medio, junto a las actrices que interpretaron su interesante y maravillosa vida en la selva.

Lo que sí ha cambiado es que ahora identifica mejor sus necesidades, la manera cómo desea vivir. Estudió economía, trabajó en hostelería y el año pasado abrió una agencia de comunicación. Pretende producir documentales, libros, artículos que traten de emociones, “del amor, el luto, la paz y la guerra”. Los protagonistas tendrán una historia que contar igual que la tiene ella, su primer producto promocional. 

Sus hermanos Judith y Christian viven en EE UU y están libres de esa inseguridad y añoranza, de esa extrañeza existencial que le quita el sueño a Sabine y en cuya desesperación llegó un día incluso a herirse en los brazos con una hoja de afeitar, hasta que su instinto de supervivencia la hizo reaccionar ante la sangre a su alrededor. 
Los padres de Sabine, que trabajan hoy para una organización local y con apoyo del Gobierno indonesio en su protección de los fayus (los peligros del desarrollo no se han parado ante sus tierras, pero se mantiene su número en los últimos años y ha mejorado su esperanza de vida de 35 a 50 años), hubieran preferido que esta “hija de la selva” viviera con ellos, en aquel lugar donde tan bien encajaba. 

Pero ella dice que comienza a integrarse, que ahora tiene “un seguro de vida y esas cosas que se tienen en Occidente”. Con 30 años recibió su primer carné de identidad y se enorgulleció de ello. Según su pasaporte, es alemana. “¿Pero, qué quiere decir ser de un país?”, pregunta. 
En su libro suena más convencida: “Aquí, junto al pueblo de los fayus recién descubierto, que se caracterizaba por una brutalidad terrible y por el canibalismo, que vivía en la edad de piedra y que un día aprendió a amar en lugar de odiar, a perdonar en vez de matar; aquí cambió mi vida, junto a esta tribu que pasó a ser una parte de mí, igual que yo a ser una parte de ella… Ya no era la niña blanca que venía de Europa. Me convertí en una aborigen, en una fayu”. 

http://carmenlobo.blogcindario.com/2005/03/00069-desarraigo-sabine-kuegler.html

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